Dicen que los niños se ríen unas 380 veces más que los adultos.
Ellos, los más pequeños -en estatura que no en espíritu-, son capaces de hablar a través de sus sonrisas y carcajadas. Esas muecas que nos alegran la vida y nos indican que sí, que lo estamos haciendo bien, que nuestros niños son felices, que viven sin preocupaciones y con muchas ganas.
Los niños se ríen en el colegio, en las calles, en las playas, en el parque y en la clase, ríen solos y en compañía. Ríen sin motivo aparente y también para colmar nuestros esfuerzos más titánicos entre cosquillas y cucamonas.
El problema llega cuando la vida y sus rarezas nos imposibilitan disfrutar de la sonrisa de un niño. Ahí cuando las vías, las vendas, las agujas, los chequeos, los análisis, la sangre, las recaídas y las camas de hospital se interponen entre los niños y una vida normal de rodillas desolladas y familias felices.
Nos cuesta creerlo y mucho más aceptarlo, pero la realidad es que hay muchos niños enfermos que viven a caballo entre el hospital y sus casas. Niños que luchan encarnizadamente por curarse. Niños valientes que, ajenos a su mala suerte, consiguen contagiar de vitalidad a los más mayores.
Y, para que en esa lucha a brazo partido no se les olvide lo más importante, ser felices, existen asociaciones como Sonrisa Médica.
En Refineria hemos decidido empezar a lucir su radiante y maravillosa nariz roja. Nos hemos hecho socios y así podremos ver bien de cerca cómo sus payasos son capaces de hacer reír a niños y a adultos.
Gracias por hacer que, al menos durante un rato, las amarguras dejen de ser tan amargas.