Cada año creemos que va a ser nuestro año.
Lo deseamos con los ojos muy apretados y los puños cerrados. Lo deseamos con algún que otro beso estampado en ese trozo de papel que, más que un décimo, es un billete. Un billete a una vida que siempre creemos que será mejor.
Cada año, esa tradición refinera inquebrantable, nos hace soñar en grande.
(Llamadnos raros, pero que en 2010 nos tocara un quinto premio nos hace pensar que todo es posible).
Puede que todos tengamos el mismo número pero, sin duda, todos soñamos diferente.
Casas, coches, viajes, hipotecas liquidadas, caprichos concedidos, agujeros que se tapan y sueños que se destapan como si de una botella de champán se tratara.
28101.
Ése fue el destinatario de todos nuestros rezos.
Que toque, que toque, que toque, que toque, que toque, que toque,…
Y no tocó, no. O al menos eso pensamos nosotros, que no nos había tocado.
Ayer, al entrar Marta por la puerta, vimos que estábamos equivocados. Completamente equivocados.
Puede que no podamos jubilarnos en la treintena ni tirarnos a la bartola en la Polinesia Francesa, PUEDE, pero el 22 de diciembre ganamos algo mucho más valioso que todos los billetes de avión del mundo: las sonrisas de niños hospitalizados.
En Refineria acordamos que cada uno de nosotros aportaría 3€ por cada décimo que comprara, mientras que Refineria se comprometía a doblar la cantidad recaudada por nosotros y destinar todo el dinero a Sonrisa Médica, asociación de la que somos socios desde este 2017 y que se dedica a hacer más llevadera la estancia de los más pequeños en los hospitales de Palma.
Hay intangibles que no caben en un número de cinco cifras. Está comprobado.
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